Época: Mundo fin XX
Inicio: Año 1973
Fin: Año 2000

Antecedente:
El mundo de finales del siglo XX
Siguientes:
Migraciones del Sur y del Este hacia Europa
Estados Unidos: nación de inmigrantes
Nuevas áreas de inmigración
Los movimientos de refugiados

(C) Isabel Cervera



Comentario

En 1993 se estimaba que la población emigrante en el mundo se situaba en torno a los cien millones de personas, incluyendo en esta cifra a los trabajadores legalmente empleados, a sus familiares, a los inmigrantes clandestinos, a los refugiados políticos y a los desplazados por cualquier otra causa. Todos los pronósticos auguraban una tendencia al aumento en el porvenir, en un mundo abierto a los flujos de tecnología, a la comunicación, a los movimientos de capital y de mercancías, generador de imparables movimientos migratorios. Las últimas migraciones se producen en un contexto de interdependencia creciente de los Estados y de las economías y de integración de los sistemas de intercambio a nivel mundial.Este sistema mundial se ve afectado por profundos desequilibrios, que actúan como factores decisivos de la dinámica de las migraciones actuales. Desequilibrios, en primer término, en los balances demográficos. A un lado se sitúan los países del mundo desarrollado, un Primer Mundo de lento crecimiento, con tasas en torno al 0,6% anual, que cuenta con una población reducida y que envejece. Al extremo contrario aparecen los países del Tercer Mundo, de crecimiento demográfico acelerado, con tasas del 2,1% anual, y con una población dinámica, cada vez más joven. A esta dualización de la población mundial se añaden los desequilibrios existentes en la riqueza y el profundo contraste en los niveles de renta por habitante entre los países desarrollados y los subdesarrollados.El imparable crecimiento de la población de estos últimos, unido al reparto cada vez más desigual de los recursos en el planeta, vienen favoreciendo la extensión de flujos migratorios desde el Tercer Mundo en las últimas décadas. Otros muchos factores intervienen a su vez: las catástrofes naturales, la degradación medioambiental (que está haciendo aparecer la figura del refugiado ecológico), las persecuciones políticas, religiosas o étnicas que provocan el aumento día a día del número de refugiados políticos, las guerras... Sin olvidar el atractivo del "way of life" occidental en países integrados a través de los medios de comunicación en el "ethos" consumista mundialmente dominante.La confluencia de estos y otros factores actúa propiciando la consolidación, en el mundo desarrollado, de potentes focos de inmigración. Estados Unidos, Canadá, Australia, buena parte de Europa, la región del Golfo Pérsico, el Japón y el área del Pacífico ven crecer en estos días la afluencia de inmigrantes. La inmigración forma parte del cuerpo social de estas áreas geográficas e, inevitablemente, va transformando nuestras sociedades en pluriculturales y duales, en sociedades étnica y culturalmente plurales e internamente desiguales, dualizadas, divididas entre nacionales e inmigrantes, entre ciudadanos y metecos. Pluralismo y dualidad son rasgos que caracterizan la dinámica de las sociedades desarrolladas de nuestros días, que introducen considerables niveles de inestabilidad social y plantean importantes retos de cara al futuro.Finalizada la II Guerra Mundial, Europa occidental entró en un período de reconstrucción y reestructuración industrial en el que, desde las instancias políticas, se facilitó la entrada masiva de inmigrantes. Al carácter fuertemente expansivo de la actividad económica durante las dos décadas posteriores a 1945 se unía el descenso de las tasas de crecimiento demográfico, dando por resultado un aumento en la demanda de mano de obra. El contexto de intenso crecimiento de la producción y de los intercambios exteriores propició la amplitud de los desplazamientos, sin precedentes en Europa, y la dinámica misma de aquellos movimientos migratorios.En un primer momento, los países más desarrollados de Europa acudieron a sus reservas demográficas internas, formadas básicamente por mujeres y trabajadores agrícolas, así como a los desplazados y refugiados a raíz de la contienda. No obstante, al finalizar los años cuarenta, estas reservas se vieron agotadas a la vez que se incrementaba la oferta de empleo, obligando al uso de nuevas tecnologías menos necesitadas de mano de obra y a la contratación de trabajadores inmigrantes.Algunos países -los que contaban con un importante pasado colonial como Gran Bretaña o Francia- recurrieron a la contratación de trabajadores procedentes de sus antiguas colonias africanas y asiáticas que, desde finales de los años cuarenta, iban llegando de forma autónoma e ininterrumpida a sus antiguas metrópolis. Otros, como es el caso de Alemania, para compensar la desventaja relativa resultante de su carencia de ex colonias, y debido a la consiguiente inexistencia de flujos autónomos de mano de obra procedentes de ellas, pusieron en marcha el sistema "gastarbeiter", la más característica forma de migración laboral producida en Europa occidental durante los años cincuenta y sesenta. El sistema "gastarbeiter" se basaba en un esfuerzo consciente de captación de mano de obra inmigrante por parte de los Estados receptores. Esta captación la llevaron a cabo bien a través de acuerdos bilaterales entre los Estados receptores y los emisores de emigrantes, o por medio de agencias de contratación creadas al efecto. De esta forma, se puso en marcha un dinámico movimiento de trabajadores que acudían desde el Sur de Europa hacia los países más desarrollados del continente. Italianos, españoles, turcos, yugoslavos y posteriormente portugueses y griegos respondieron masivamente a la demanda de empleo, y fueron acogidos por los países receptores como "gastarbeiter" o "trabajadores invitados". Las proporciones alcanzadas por este tipo de contrato suscrito con los inmigrantes fueron considerables: a finales de los años setenta los trabajadores procedentes del Sur de Europa representaban el 56% del total de la población activa en Francia, el 31% en Alemania, el 42% en Bélgica...Aquellos trabajadores "invitados" desempeñaron un papel complementario indispensable en la reconstrucción de las principales economías europeas y en la transformación de su sistema productivo; la aportación de la mano de obra inmigrante fue determinante en la mejora de la productividad y de la competitividad de numerosos sectores industriales. Se trataba de una fuerza de trabajo barata, flexible y contratada con carácter temporal, cuya utilización resultó ser decisiva en la evolución de las economías de los países contratadores. Por un lado contribuían a desacelerar la progresión de los costes salariales en los países receptores, lo que permitía contener la evolución del nivel de los precios. A la vez, la elevada tasa de ahorro del inmigrante presionaba a la baja sobre el nivel de la demanda interna. Estos mecanismos antiinflacionistas se tradujeron pronto en un aumento del volumen de bienes susceptibles de exportación.Tanto los países receptores de inmigrantes como los del Sur de Europa, exportadores de mano de obra, pensaron que el sistema "gastarbeiter" representaba una solución ideal al problema de las fluctuaciones de la actividad económica y del mercado de trabajo. Mientras que los primeros podrían beneficiarse de una mano de obra abundante, económica y flexible, los segundos contarían con las ganancias generadas por las remesas enviadas por los emigrantes, a la vez que su existencia supondría un alivio en la tensión que producía en ellos el excedente de mano de obra autóctona. Alimentados por la ilusión de la temporalidad de los trabajadores "invitados", se consideró el sistema "gastarbeiter" como la mejor fórmula de contrato económico entre éstos y la sociedad de acogida, suponiéndose que ambas partes sacarían provecho -aunque no en la misma proporción- de este género de contrato. La ilusión de temporalidad se basaba en la idea de que, en condiciones de recesión económica, dichos flujos migratorios disminuirían naturalmente e invertirían la tendencia de modo espontáneo.Semejante suposición resultó ser errónea. A partir de la crisis del petróleo de 1973, al iniciarse la recesión económica que habría de acabar generando altos niveles de desempleo, todos los Estados europeos que habían hecho uso del sistema "gastarbeiter" comenzaron a imponer duras restricciones a la entrada y a la contratación de trabajadores extranjeros. Pero no por ello se frenó el flujo sino que, por el contrario, continuó aumentando e incluso se intensificó a lo largo de las dos décadas posteriores. Si a partir de los años setenta la migración neta aportaba entre un cuarto y un tercio del total del crecimiento absoluto de la población de la CEE, en 1990 esta proporción ya superaba a los dos tercios del crecimiento total. El tema de las migraciones empezó a inquietar a los políticos europeos y a la opinión pública en general. Lo que preocupaba no era tanto el aumento de su significación numérica como las características estructurales de las migraciones de este período y sus consecuencias no previstas en la época anterior.La novedad más relevante la constituirá el carácter permanente y estable de la inmigración actual. Fallaron las suposiciones sobre las que se efectuó el sistema "gastarbeiter": el trabajador "invitado" dio muestras, en muchos casos, de no querer marcharse a pesar de la recesión, de desear permanecer como miembro estable en la sociedad que le había recibido como "huésped". El deterioro de la situación económica de los países del Tercer Mundo hacía que los inmigrantes, procedentes cada vez en mayor medida de ellos, descartaran la idea del regreso voluntario. Este asentamiento del inmigrante se veía también impulsado por las políticas migratorias de los años setenta y ochenta que propiciaron la reagrupación familiar, el determinante principal de los movimientos migratorios legales de estas décadas. Con la reagrupación familiar se ponía fin al mito del retorno: los inmigrantes hicieron venir a sus familias, si todavía no habían fundado una en el país de acogida. En lugar del modelo cíclico y rotativo previsto de migración laboral como respuesta a incentivos económicos externos, los Gobiernos europeos se vieron enfrentados a la resistencia de la propia lógica interna de las comunidades inmigrantes que, tras un proceso de progresiva construcción de redes sociales, conectaban a personas y grupos de diferentes lugares facilitando su movilidad, actuaban como sistema de seguridad financiera y como fuente de información política y cultural. "Queríamos trabajadores y vinieron personas", apuntaría con tino el crítico y corrosivo escritor suizo Max Frisch. Habían cometido el error de suponer que existía una mano de obra en estado puro, como si de un fenómeno derivado de la Física se tratase.El reagrupamiento familiar y el carácter permanente de los actuales movimientos migratorios viene acompañado de un cambio en la composición de la población inmigrante en Europa. Ya no son solamente hombres jóvenes, activos para el sector industrial; mujeres, adultos y niños integran los colectivos de inmigrantes en la actualidad.La población extranjera crece mientras que los activos de la misma disminuyen. La nueva estructura de los grupos migratorios supone un coste social creciente para los países receptores: el reagrupamiento familiar acarrea necesidades de escolarización, atención médica, asistencia social, seguro de desempleo... Contra toda previsión aumentaban considerablemente los costos de reproducción de la mano de obra inmigrante en los países desarrollados.A su vez, la presión demográfica y el deterioro de las economías de los países actualmente de emigración, unidos a las políticas restrictivas adoptadas por los receptores de inmigrantes, iban disparando en éstos últimos la presencia de la inmigración ilegal y propiciando la consolidación de comunidades étnicas segregadas en el interior de la comunidad general. Aumenta sin cesar el número de inmigrantes ilegales, que viven atrapados entre dos necesidades difícilmente conciliables: la de subsistir a base de obtener recursos (para lo cual precisan establecer contacto con el medio) y la de exhibirse lo menos posible, con el fin de evitar su detención o expulsión. Ello les conduce a restringir al mínimo su interacción con los nacionales y a vivir en una situación de aislamiento social. Proliferan de esta forma los guetos de inmigrantes, concentrados en reductos urbanos periféricos y profundamente degradados. Los "bidonvilles" que rodean algunas ciudades de Francia resultan ilustrativos al respecto.El proceso de marginación se acentúa con la concentración de buena parte de los inmigrantes ilegales en la economía sumergida, con su asignación a empleos socialmente indeseables y con el crecimiento entre ellos del trabajo autónomo en sus formas más marginales. Al contrario de lo que había ocurrido en la etapa anterior, se produce una desvinculación estructural de la fuerza de trabajo inmigrante del mercado de trabajo. Los inmigrantes se ven empujados hacia actividades abandonadas por los autóctonos, muy precarias y vulnerables a las fluctuaciones del mercado, que tienden a escapar de los mecanismos de regulación y control del mercado laboral. Se desarrolla así un mercado de trabajo segmentado, en el que existe la dualidad inmigrantes/nacionales que, generalmente, no compiten entre sí.El aislamiento social, la carencia de bienes materiales, la localización periférica de la actividad económica inmigrante en el aparato productivo y el bloqueo de los cauces institucionales de participación en la vida social sirven de caldo de cultivo para que se establezcan sociedades endogámicas basadas en afinidades lingüísticas, nacionales o, simplemente, de marginación. Sociedades potencialmente muy conflictivas, obligadas a obtener sus ingresos en un espacio de actividad marginal, que acaban arrojando unas altas tasas de delictividad como consecuencia de su condición segregada. En ellas entra en funcionamiento inevitablemente una red de complicidades que viene a cumplir la función social de proporcionar, por cauces al margen de la legalidad, servicios vitales e imprescindibles que les son denegados por los cauces legales.Finalmente, se asiste en este período a un cambio en términos de origen de la población inmigrante. Desde comienzos de los años ochenta, los países tradicionales de emigración del Sur de Europa se convierten en países de inmigración. El Norte de Africa sustituye al Sur de Europa, que se ve afectado en la actualidad como foco receptor a causa tanto de las políticas restrictivas de los tradicionales países de inmigración como del desarrollo económico experimentado en la zona. A partir de 1989, se disparan los flujos procedentes de la Europa del Este, que vienen a sumarse a los anteriores. En este año los países de la Unión Europea contaban con 13,4 millones de inmigrantes (sin incluir a los que poseían doble nacionalidad, a los solicitantes de asilo ni a los numerosos clandestinos); más de un 70% de ellos, procedente de áreas no desarrolladas. Países que hasta hace poco tenían una imagen de homogeneidad en la población se van convirtiendo en Estados multirraciales y pluriculturales.